Cuando la Cuaresma se hace vieja nos sorprende la mejor experiencia de este largo viaje. Jesús de Nazaret no es un Dios de muertos, es un Dios de Vida. Aquel día en el calvario el velo del templo se rompió. El grito de Jesús, regresando al Padre, cambió la historia de la humanidad. La promesa de Abraham, de Isaac y de Jacob se develó ante el asombro de los que hicieron el camino.
En los Evangelios de los cinco domingos de Cuaresma hemos contemplado a Jesús ofreciendo un agua viva que no dará más sed, dando visión a un ciego, y levantando a Lázaro de su tumba. Los gestos de Jesús nos asombran y nos sugieren preguntas sobre el sentido de nuestras vidas. Quién es este Dios que, como uno más, caminando entre los suyos, ofrece una vida distinta y promete la salvación. La medicina de Jesús es espiritual, lo cual no significa que deja de tener un beneficio en la vida temporal.
Los discípulos cuestionan a Jesús por qué hace estos signos. Nosotros no dejamos de preguntar al protagonista del cuarto Evangelio sobre el sentido de estas acciones, a lo que se nos responde: “para los que están aquí vean que el Padre me ha enviado” “y por lo que ven crean en el Padre Celestial”. Podemos intuir que la sed, la falta de vista e incluso la defunción no son el final. La enfermedad y el deceso han sido el medio para descubrir la Gloria de Dios. La samaritana, el ciego de nacimiento y Lázaro vieron y creyeron; las encrucijadas de la historia no terminan en la expiración eterna, sino en la vida del Resucitado, la fe más allá de la muerte es posible en Jesús de Nazaret. Viva Jesús Resucitado.